domingo, 15 de noviembre de 2015

En mi experiencia: "Impro" de Keith Johnstone

Gonzalo tiene 16 años, y este es su último mes de colegio. Gonzalo es un apasionado de la filosofía, tanto así, que es mejor que ningún adulto, trate de cuestionarle sus conocimientos filosóficos a no ser que sea experto en el tema, o verá su posición y autoridad en clase pisoteada sin piedad por un alumno al que no le interesa en absoluto si le castigan o amenazan. Yo, que fui su tutora el año pasado, recibía quejas constantes sobre las palabrotas que escribía en los trabajos, sobre el desorden que generaba cuando cuestionaba a los profesores con palabras que ni ellos entendían. Es un alumno considerado un desadaptado. Es capaz de leerse a Nietsche, a Heidegger o a Sartre y aplicar sus ideas en contextos muy diferentes, pero suspende la asignatura de Lengua y Literatura.

Gonzalo ha sido torturado este año. Siendo el último curso, él sabe que no puede suspender, o tendrá que soportar más tiempo la amargura de estudiar cosas que no le interesan. Ha vivido el último año con enorme ansiedad, se sentía preso de un sistema educativo que no le comprendía ni le ayudaba. Conmigo se expresaba, en mi clase siempre le he premiado sus intervenciones, y los trabajos que he mandado con directrices perfectas para aquellos alumnos que se sienten inseguros en un ambiente creativo, él los ha hecho como le ha dado la gana y ha aprobado, era imposible suspender creaciones tan propias, esa forma de convertir en humor e ironía lo que se encuentre, esa adaptación a cada tema de realidades políticas y sociales (véase ejemplo de guía de métodos anticonceptivos que ha hecho). Para terminar el año, le he eximido de su último examen (haciéndole jurar que no lo contaría a nadie, ya que el colegio me obliga a hacer que se examine), a cambio de que me haga una reflexión para compartir de la lectura de Johnstone, en la cual le he visto reflejado. Y Gonzalo feliz, accedió.

Son muchas las ideas de la lectura que me han resultado muy interesantes, y me voy a centrar en las que más me han conectado con mi experiencia.
Una de las ideas con las que me quedo es la de que el alumno nunca debe sentir el fracaso. He visto muchos docentes que sin duda son expertos en hacer sentir fracasados a los chicos. Gonzalo se ha pasado los últimos años recibiendo quejas, en vez de alabanzas por sus creativos comentarios. La evaluación diseñada en la secundaria se basa en el fracaso, en la comparación, desde el momento en que la calificación es cuantitativa no sólo te dicen en que número de éxito te encuentras, sino también en cuántos números has fracasado. Un sistema de estas características definitivamente es poco motivador. Aunque también es verdad que es un sistema adaptado a una sociedad que funciona de esta manera, por tanto, ¿qué podemos esperar?

En mi actual colegio este año tomaron la decisión de separar las clases por niveles (en “A” están los de bajo rendimiento académico, en “B” los de alto rendimiento). Los profesores que nos expresamos en contra de este formato fuimos excluidos de  toda forma de toma de decisiones. Por tanto, no nos quedó más remedio que resistirnos desde dentro de las aulas. Pero un fuerte daño había sido hecho: había un claro grupo de “fracasados” y uno de “inteligentes”, calificativos que los mismos alumnos se atribuyeron desde el primer día. Los chicos de “A” son la perfecta definición de lo que Johnstone califica como alumnos fóbicos (p. 19). Gonzalo estaba en ese grupo. Me ha resultado muy interesante la idea de culparse a uno mismo si el grupo no trabaja bien, con esto aporta una interesante cuestión, que tiene que ver con la atribución que hacemos del fracaso mismo. Sabemos que es habitual, en el docente clásico, que ubique sus fracasos en sus alumnos. Esto genera un desagradable ambiente, ya que si algo he aprendido es que los chicos y chicas absorben de algún modo esa sensación, ese sentimiento del fracasado. También lo he vivido, aunque lo he tratado de evitar. Cuando alguna vez he comentado con colegas de trabajo bajos resultados en alguna de mis clases, principalmente en las de los alumnos de “A”, el comentario instantáneo es “en ese salón los chicos no dejan trabajar”, o “están mal en muchas asignaturas, son unos vagos”. Si el bajo resultado se ha dado en “B”, el salón de “inteligentes”, recién nos cuestionamos si el error será del docente, cómo va a salir mal un grupo tan bueno, algo habremos hecho mal. En alguna ocasión se contagia ese pensamiento, la comodidad que supone librarse de la responsabilidad es tentadora. Pero también he vivido la experiencia de preguntarles a los chicos de “A” sobre las razones por las que creen que han salido mal, insistiendo en que me cuenten hasta qué punto no me expliqué bien, o si fui aburrida, pidiendo sinceridad, y ellos mismos repiten el discurso de los demás profesores y se califican a sí mismos de fracasados. Y así, francamente, se hace difícil motivarles. Me he resistido siempre aceptar su culpa, y lo agradecen, a partir de ese momento se siente como si les hubiesen quitado un peso de encima, y trabajan más tranquilos, más a gusto, dejan de compararse con otros, y dejan de tener miedo a opinar (al menos en cuanto a las notas que yo les voy a poner).

Creo que la idea con la que más me he sentido identificada, que para mí refleja una enorme crisis en mis forma de proceder este año, ha sido en la que menciona lo siguiente:

(…) mientras más comprendía cómo se debían hacer las cosas, más aburridas eran mis producciones. Tanto entonces como ahora, cuando estoy inspirado, todo resulta excelente, pero cuando trato de hacerlo bien, el resultado es desastroso (p. 13).

Llevo pensando en esto más o menos durante los últimos 6 meses, habiéndome sentido como en un laberinto sin salida. Llevo cuatro años trabajando con grupos y de educadora, y tres en un colegio. Con respecto al colegio, cuando entré fueron comprensivos conmigo, soy psicóloga, y no tengo que presentar o cumplir a rajatabla las exigencias metodológicas y burocráticas del profesor, así que me eximían de realizarlas. Mis clases estaban abiertas a la imaginación de todos, eran espontáneas, las sentía divertidas para todos. No eran perfectas, he aprendido mucho y me doy cuenta de muchas limitaciones que cometía en ese momento, pero ninguna de esas limitaciones tenía que ver con alumnos y alumnas aburridas o sin ganas de estar en mis clases. Este tercer año, mis coordinadoras dejaron de ser comprensivas, he tenido tiempo para aprender. Además, mis materiales ya estaban preparados de años anteriores, solo tenía que variar lo que no salía tan bien, pero la base estaba hecha, ya soy más experta en el tema. He recibido amenazas de padres y madres (pocos, pero existen y minan mi labor) que no estaban de acuerdo con el formato y contenido de mis clases. He transcrito en un papel todos mis pasos y resultados, y estos papeles han sido revisados y aceptados por mis coordinadoras. Y, definitivamente, he sentido que mis clases ya no son tan inspiradoras como antes. He perdido espontaneidad, ya no siento a los alumnos tan motivados como antes, ya no hay factor sorpresa en mis clases, por decirlo así. Se supone que hago las cosas mejor, pero a mi parecer, sinceramente, he empeorado, he conocido la amargura del docente, que antes no conocía y que creí que nunca iba a conocer, siento que ya no hay innovación, que perdí creatividad. He entrado a formar parte de lo que se conoce como el clásico profesor. Y estoy luchando contra ello, porque siento que no es mi falta de ganas, sino que me he visto absorbida por un sistema limitado y conservador. Y este es un bache importante, ya que si no lo paso puedo despedirme del gusto y pasión por la enseñanza. Si lo paso, para lo cual estoy decidida y que son mis alumnos y alumnas actuales los que me motivan para ello, será un crecimiento muy importante. Este tipo de lectura, realmente, me hace ver que es un bache superable, que lo que hacía bien antes sigue estando bien ahora, y que existen muchas formas y métodos que puedo descubrir y aplicar.

Por otro lado considero interesante hacer referencia a la idea de status que propone el autor. En este sentido hago referencia a lo comentado en reflexiones anteriores sobre las sesiones de clase, refiriéndome a los dibujos realizados, donde observé, con ayuda de la intervención de una de las compañeras, que la mayoría de los dibujos presentados mostraban una clara relación de poder, diferenciando el status del docente de los alumnos. Al leer el fragmento que menciona el autor sobre el tema, encuentro una gran relación con esto, en cómo esta relación de poder mantiene al profesor en una posición segura. Es el concepto de status  y de el balancín, en los cuales Johnstone hace énfasis en cómo las variaciones en nuestro status, así como nuestro manejo deliberado de éste, determinan la calidad de nuestras relaciones con el alumnado. En este sentido, el autor dice:

El placer que conlleva portarse mal deriva en parte de los cambios de status que uno provoca en el profesor (Johnstone, p. 26)

Esto me hace pensar que lo importante no es tanto el status que uno tiene, sino la capacidad de decidirlo en el momento preciso, y la habilidad para cambiar nuestra posición de poder cuando la situación lo requiera. Es decir, pueden haber momentos en los que nos mantengamos con un status bajo, donde el alumno se sienta con la capacidad de controlar el poder en las relaciones y en la clase, manejando este con responsabilidad, haciéndole participar y organizar la sesión a su manera. Lo importante es aquí poder elevar de nuevo mi status, en base a las necesidades del momento, a lo conveniente en cada instante, a lo que resulte mejor para el desarrollo de las habilidades de los chicos y las chicas, pero que sea de forma intencional. En este sentido, la frase mencionada es muy interesante.

Por ello, me pongo a pensar qué es lo que el profesor debe mantener realmente. Las relaciones de poder pueden cambiar, no solo pueden, sino que incluso deben cambiarse, dando dinamismo y realismo al desarrollo de habilidades. Quizá lo que sea importante mantener sea, de algún modo, la autoridad, en el sentido de saber controlar y manejar el espacio y el grupo en base a los objetivos planteados. Otra reflexión interesante que plantea el autor es la necesidad de diferenciar el status al cual se pertenece y el status que se desempeña (p. 26). No estoy segura, pero interpreto que el status al cual se pertenece tiene que ver con la autoridad que soy capaz de mantener, al control que tengo de la situación, y el status que se desempeña tendrá que ver con mi capacidad de cambiar intencionalmente mi posición de poder según dicten los objetivos que me planteo.

En los ejemplos que propone el autor deja muy claro la relevancia de controlar el lenguaje para hacer variar nuestro status, y cómo éste es determinante para definir nuestro lugar en la clase. En mi experiencia, es una duda constante la de tratar de entender qué diferencia a unos profesores de otros respecto a cómo controlan y manejan las clases y sus relaciones con el alumnado, y qué ocurre dentro de un aula para que un profesor mantenga un control férreo mientras que el siguiente se desespera por no lograr que sus alumnos y alumnas le sigan, sea cual sea la actividad que plantea. Da que pensar la importancia que tienen las palabras que utilizamos para determinar este lugar, y es seguramente una de las principales claves por las que hay tanta diferencia entre estos dos profesores.


Con todo esto, me queda analizar la reflexión de la lectura que Gonzalo va a aportar. Espero que realmente aprendamos de él, o al menos, siempre será interesante ponerse en la piel de un alumno que refleja en muchos sentidos las carencias de un sistema educativo excluyente, el cual los profesores tenemos el deber de transformar para que chicos como Gonzalo tengan espacio para crear su lugar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario